viernes, 22 de agosto de 2008

El Zoo Humano: TRIBUS Y SUPERTRIBUS

En condiciones normales, en sus hábitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a sí mismos, no se masturban, atacan a su prole, desarrollan úlceras de estómago, se hacen fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen asesinatos. Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades. ¿Revela, pues, esto, una diferencia básica entre la especie humana y otros animales? También otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un parque zoológico manifiesta todas estas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compañeros humanos. Evidentemente, entonces, la ciudad no es una jungla de asfalto, es un zoo humano.
El moderno animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie. Atrapado, no por un cazador al servicio de un zoo, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensión, se halla en constante peligro de enloquecer.


“A cada nueva complejidad, se encontrará alejado un paso más de su estado tribal natural, el estado en que sus antepasados existieron durante un millón de años.”

I. TRIBUS Y SUPERTRIBUS
Al tocar a su fin la última glaciación, el hielo empezó a retirarse hacia el Norte a un ritmo de cincuenta metros al año, y los animales de las zonas frías se movieron con él hacia el Norte. Frondosos bosques ocuparon el lugar de las frías tundras. La gran Edad del Hielo concluyó hace unos diez mil años, pregonando el advenimiento de una nueva época en el desarrollo humano.
El acaecimiento decisivo iba a tener lugar en el punto en que se unen África, Asia y Europa. Allí, en el confín oriental del Mediterráneo, se produjo una pequeña modificación en el comportamiento alimenticio humano que había de alterar todo el curso del progreso de la Humanidad. Era, ciertamente, trivial y simple en sí mismo, pero su impacto había de ser enorme. Hoy, no le damos la menor importancia: lo llamamos agricultura.
El largo aprendizaje de la caza había desarrollado el ingenio y un sistema de ayuda mutua. Los hombres cazadores aún eran intuitivamente competitivos y auto afirmativos, cierto, como sus antepasados simios, pero su carácter competitivo se había visto forzosamente atemperado por una creciente necesidad básica de cooperar. Ésta había sido su única esperanza de éxito en su rivalidad con los asesinos profesionales del mundo carnívoro, establecidos hacía tiempo y provistos de afiladas garras, como los grandes felinos.

“Los hombres cazadores habían desarrollado su cooperatividad juntamente con su inteligencia y su naturaleza exploradora, ya la combinación había demostrado ser eficaz y mortífera.”

Aprendían con rapidez, tenían buena memoria y sabían reunir los elementos separados de su pasado aprendizaje para resolver nuevos problemas. Si esta cualidad les había sido útil en los primeros tiempos, cuando se hallaban dedicados a sus arduas cacerías les era más esencial aún ahora, próximos al hogar, en el umbral de una nueva y mucho más compleja forma de vida social.
Antes de que comenzara la labranza de la tierra y la cría de ganado, todo el que quería comer debía aportar su participación en la búsqueda de alimento. Virtualmente, toda la tribu se hallaba implicada. Pero cuando los cerebros con visión de futuro que habían ideado y planeado las maniobras cinegéticas volvieron su atención a los problemas de organizar el cultivo de cosechas, la irrigación de la tierra y la alimentación de animales cautivos, consiguieron dos cosas. Fue tal su éxito, que crearon por primera vez no sólo una provisión constante de alimentos, sino también un excedente alimenticio regular con el que se podía contar. La creación de este excedente fue la llave que había de abrir la puerta a la civilización. La tribu no sólo podía hacerse más numerosa, sino que podía liberar a algunos de sus miembros para que se dedicaran a otras tareas: no tareas ocasionales supeditadas a las primordiales exigencias de la búsqueda de alimentos, sino actividades de plena dedicación que podían florecer y desarrollarse por derecho propio. Había nacido una Era de especialización. De estos pequeños comienzos surgieron las grandes ciudades.
Se habla de una revolución urbana el uso de esta expresión da la impresión de que las ciudades empezaron a surgir por todas partes en una súbita e impetuosa marcha hacia una nueva vida social. Pero no fue así. Los viejos modos fueron extinguiéndose lenta y dificultosamente. De hecho, subsisten en la actualidad en muchas partes del mundo. Numerosas culturas contemporáneas están todavía operando a niveles agropecuarios virtualmente neolíticos, y en ciertas regiones, tales como el desierto de Kalahari, el norte de Australia y el Ártico, podemos aún observar comunidades de cazadores-recolectores de puro estilo paleolítico.
Al principio, había un comercio y una mutua relación muy escasos entre un centro urbano y los otros. Éste había de ser el siguiente gran avance, y requería tiempo. La barrera psicológica que se oponía a semejante paso era, evidentemente, la pérdida del particularismo local. No era tanto el caso de la tribu que perdió su cabeza, como la cabeza humana rehusando perder su tribu. La especie había evolucionado como un animal tribal, y la característica fundamental de una tribu es que opera sobre una base localizada e interpersonal. No iba a resultar fácil abandonar éste básico modelo social, tan típico de la antigua condición humana. Pero eran las cosechas, tan eficientemente recogidas y transportadas, lo que estaba forzando la marcha.
La más antigua ciudad conocida surgió en Jericó ha ce más de ocho mil años, pero la primera civilización plenamente urbana se desarrolló mucho más al Este, al otro lado del desierto de Siria, en Súmer. Allí, hace unos cinco mil o seis mil años, nació el primer imperio, y el prefijo pre fue eliminado de la palabra prehistoria con la invención de la escritura. Se desarrolló la coordinación entre ciudades, los dirigentes se convirtieron en administradores, adquirieron estabilidad las profesiones, progresaron el trabajo sobre metales y el transporte, los animales de carga (distintos de los destinados al consumo alimenticio) fueron domesticados y surgió la arquitectura monumental.
Para nuestros actuales niveles, las ciudades sumerias eran pequeñas, con poblaciones que oscilaban desde siete mil hasta no más de veinte mil habitantes. Sin embargo, el sencillo miembro de tribu había recorrido ya un largo camino. Se había convertido en un ciudadano, miembro de una supertribu, y la diferencia clave consistía en que en una supertribu ya no conocía personalmente a cada miembro de su comunidad.

“Este desplazamiento de la sociedad personal a la impersonal, lo que había de causar al animal humano sus más intensas angustias en los milenios siguientes.”

Como especie, no estábamos biológicamente equipados para enfrentarnos a una masa de desconocidos disfrazados de miembros de nuestra tribu. Era algo que teníamos que aprender a hacer, pero que no resultaba fácil. Como veremos más adelante, todavía nos estamos esforzando por conseguirlo de toda clase de secretas maneras… y algunas que no lo son tanto.
Si habían de continuar creciendo en esplendor, los antiguos Estados urbanos no podían confiar por más tiempo en la producción local. Tenían que aumentar sus provisiones por uno de estos dos medios: el comercio o la conquista. Roma siguió ambos procedimientos, pero dio preferencia a la conquista y la llevó a cabo con tan devastadora eficiencia administrativa y militar que fue capaz de crear la ciudad más grande que el mundo había visto jamás, con una población que se acercaba al medio millón de habitantes, y erigiendo un modelo cuyos ecos habían de resonar a todo lo largo de las centurias siguientes.

“A medida que las relaciones humanas, perdidas en la multitud, se hacían más impersonales, la inhumanidad del hombre hacia el hombre aumentaba hasta alcanzar proporciones horribles.”


Teniendo presente nuestro linaje simiesco, la organización social de las especies supervivientes de simios puede suministrarnos pistas reveladoras. La existencia de individuos poderosos y dominantes que gobiernan despóticamente al resto del grupo es un fenómeno muy extendido entre los primates superiores. Los miembros más débiles del grupo aceptan sus papeles subordinados. No huyen a la maleza y se establecen por su cuenta. Hay fortaleza y seguridad en el número. Cuando este número se hace demasiado grande, entonces, desde luego, se desgaja un nuevo grupo que se separa del anterior, pero los simios individuales aislados son anormalidades. Los grupos se mueven de un modo compacto de un sitio a otro, y se mantienen unidos en todo momento. Esta fidelidad no es simplemente la consecuencia de una tiranía impuesta por parte de los dirigentes, los machos dominantes. Tal vez sean déspotas, pero desempeñan también otro papel, el de guardianes y protectores. Si existe una amenaza al grupo proveniente del exterior, tal como un ataque de un depredador hambriento, son ellos quienes se muestran más activos en la defensa. En presencia de un desafío externo, los machos superiores deben unir sus fuerzas para hacerle frente, olvidadas sus querellas internas. Pero, en otras ocasiones, la cooperación activa dentro del grupo se halla reducida a su mínimo.
Volviendo a los animales humanos, podemos ver que este sistema básico –cooperación social de cara al exterior, competición social de cara al interior- nos es también aplicable a nosotros, aunque nuestros primitivos antepasados humanos se vieron obligados a desplazar un tanto la balanza. Su gigantesco esfuerzo por convertirse de comedores de frutos en cazadores requirió una cooperación interna mucho más grande y activa.
¿Qué fue de este delicado equilibrio cuando las diminutas tribus se convirtieron en gigantescas supertribus? Con la pérdida del modelo tribal persona-a-persona, el péndulo competitivo-cooperativo empezó a oscilar peligrosamente de un lado a otro y no ha dejado de hacerlo, nocivamente, desde entonces.
Los superdesarrollados grupos urbanos fueron rápida y repetidamente presa de formas exageradas de tiranía, despotismo y dictadura.
Para dominar a una supertribu de esta manera se necesitaba algo más que un único déspota. Aún con nuevas tecnologías destructivas –armas, mazmorras, torturas- para ayudarle a mantener coactivamente condiciones de total sojuzgamiento, precisaba también una masa de seguidores si había de conseguir mantener en un extremo el péndulo biológico. Esto era posible porque los seguidores, como los jefes, estaban inficionados por la impersonalidad de la condición supertribal. Apaciguaban hasta cierto punto sus conciencias cooperativas mediante la creación de subgrupos, o pseudotribus, dentro del cuerpo principal de la supertribu. Cada individuo establecía relaciones personales del antiguo tipo biológico con un pequeño grupo de dimensiones tribales formado por compañeros sociales o profesionales. Dentro de este grupo, podía satisfacer sus necesidades básicas de ayuda y coparticipación mutuas. Otros subgrupos –la clase de esclavos, por ejemplo-, podían entonces ser considerados más confortablemente como extraños ajenos a su protección. Había nacido la doble medida social.

“Cuando el péndulo biosocial oscila hacia la tiranía alejándose de la cooperación activa, queda corrompida la sociedad entera. Tal vez produzca grandes avances materiales. Tal vez desplace 4, 883,000 toneladas de piedra para construir una pirámide, pero, dada su deformada estructura social, sus días están contados.”

Si nuestros antepasados cazadores hubieran sido realmente crueles e insaciables tiranos cargados de pecado original, la historia del éxito humano habría finalizado hace mucho tiempo. La doctrina del pecado original estriba en que las condiciones artificiales de la supertribu actúan sin cesar contra nuestro altruismo biológico, y éste necesita toda la ayuda que pueda encontrar.
Compasión, bondad, ayuda mutua, un impulso fundamental para cooperar dentro de la tribu debió de ser la pauta a seguir para que los primitivos grupos de hombres sobrevivieran en su precario ambiente. Sólo cuando las tribus se expandieron hasta convertirse en supertribus impersonales, fue cuando la vieja pauta de conducta se vio sometida a fuerte presión y empezó a derrumbarse. Sólo entonces fue preciso imponer leyes y códigos de disciplina para rectificar el equilibrio.
Se ha dicho con frecuencia que la ley prohíbe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer. De ahí se sigue que, si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser estuprador, homicida y rapaz. ¿Constituye esto realmente una adecuada descripción de la peculiaridad del hombre como una especie biológica? No encaja en el cuadro zoológico de la emergente especie tribal. Por desgracia, no obstante, sí encaja en el marco supertribal.
El robo, quizás el más corriente de los delitos, constituye un buen ejemplo. Un miembro de una supertribu se halla sometido a una presión, sufriendo todas las tensiones y los esfuerzos de su artificiosa condición social. La mayoría de las personas de su supertribu le son desconocidas; no tiene con ellas ningún lazo personal ni tribal. El ladrón típico no está robando a uno de sus compañeros conocidos. O está infringiendo el viejo código biológico tribal. En su ánimo, él está simplemente situando a su víctima completamente fuera de su tribu. Para contrarrestar esto, es preciso que se imponga una ley supertribal. A este respecto, es de notar que a veces hablamos de honor entre ladrones y de código del hampa. Esto pone de manifiesto el hecho de que consideramos a los delincuentes como pertenecientes a una pseudotribu distinta y separada dentro de la supertribu. Es interesante observar, de paso, cómo tratamos al delincuente: lo encerramos en una comunidad confinada, compuesta exclusivamente de delincuentes. Como solución, a corto plazo da buenos resultados, pero, a largo plazo, el efecto es que fortalece su identidad pseudotribal en vez de debilitarla, y le ayuda, además, a ensanchar sus contactos sociales pseudotribales.
Existe una ley aislante, que ayuda hacer a una cultura distinta de otra. Proporciona cohesión a una sociedad al conferirle una fisonomía exclusiva. Estas leyes sólo desempeñan un papel secundario en los tribunales. Afectan más bien a la religión y a las costumbres sociales. Su función consiste en intensificar la ilusión de que uno pertenece a una tribu unificada, más que a una supertribu desparramada y en trance de dispersión. Si se les critica porque parecen arbitrarias o carentes de sentido, la respuesta es siempre que son tradicionales y deben ser obedecidas sin discusión. Y está bien no discutirlas porque, en sí mismas, son arbitrarias y, con frecuencia, absurdas. Su valor radica en el hecho de que son compartidas por todos los miembros de la comunidad. Cuando se debilitan, la unidad de la comunidad se debilita también un poco. Adoptan muchas formas: los complicados procedimientos de las ceremonias sociales…, matrimonios, entierros, conmemoraciones, desfiles, festividades, etc.; las intrincaciones de la etiqueta, el protocolo y los modales sociales; las complejidades del vestido, el uniforme, las condecoraciones, los adornos y las ostentaciones sociales.
Otros aspectos de la conducta social entran también en acción como fuerzas colectivas. El idioma es una de ellas. Tendemos a considerar el idioma exclusivamente como un medio de comunicación, pero es algo más que eso. Si no lo fuera, todos estaríamos hablando la misma lengua.
Así como las supertribus han crecido y se han fundido unas con otras, también los idiomas locales se ha infundido, o sumergido, y se está reduciendo el número total de ellos existente en el mundo. Pero a medida que esto sucede, se desarrolla una dirección de sentido inverso: los acentos y los dialectos se tornan más significativos socialmente: se inventan el argot, el caló, la germanía. Así como los miembros de una nutrida supertribu intentan fortalecer sus homogeneidades tribales creando subgrupos, del mismo modo se desarrolla todo un espectro de lenguas dentro del idioma oficial. Así como el inglés y el alemán funcionan como distintivos de identidad y mecanismos aislantes entre un inglés y un alemán, así también un acento de clase alta inglesa aísla a su propietario de otro de clase baja, y la jerga de la química y de la psiquiatría aísla a los químicos de los psiquiatras.
Las religiones han funcionado de modo muy semejante al idioma, fortaleciendo los lazos dentro de un grupo y debilitándose entre grupos. Operan sobre sencilla y única premisa de que existen poderosas fuerzas actuantes por encima y más allá de los miembros humanos ordinarios del grupo, y que estas fuerzas, estos superjefes deben ser complacidos, apaciguados y obedecidos sin discusión. El hecho de que nunca sean accesibles para interrogarles les ayuda a conservar su posición.
Al principio, los poderes de los dioses eran limitados y sus esferas de influencia se hallaban divididas, pero, al ir creciendo las supertribus hasta proporciones cada vez más difíciles de manejar, se hicieron necesarias fuerzas cohesivas más grandes.

“Además de la ley, la costumbre, el idioma y la religión, existe otra forma más violenta de fuerza cohesiva que ayuda a mantener unidos a los miembros de una supertribu, y es la guerra.”


Por decirlo cínicamente, podría afirmarse que nada ayuda tanto a un jefe como una buena guerra. Le da su única oportunidad de ser un tirano y de ser amado por ello al mismo tiempo. Puede introducir las más despiadadas formas de control y enviar a la muerte a miles de sus seguidores, y, sin embargo, ser saludado todavía como un gran protector. Nada estrecha más los lazos internos de un grupo que una amenaza proveniente del exterior.
Éstas son, pues, las fuerzas cohesivas que ejercen su influjo en las grandes sociedades urbanas. Cada una de ellas ha desarrollado su propia y especializada clase de dirigente: el administrador, el juez, el político, el líder social, el alto dignatario eclesiástico, el general. En tiempos más sencillos, todos ellos se concentraban en una sola persona, un rey o emperador omnipotente capaz de habérselas con toda la escala del mando.
En tiempos más recientes se ha hecho frecuente la práctica de permitir que la plebe participe en la elección de un nuevo dirigente. Este expediente político ha sido, en sí mismo, una valiosa fuerza cohesiva, proporcionando al miembro de la supertribu una sensación mayor de pertenecer a su grupo y de tener alguna influencia sobre él. Una vez elegido el nuevo dirigente, no tarda en ponerse de manifiesto que la influencia es menor de lo que imaginaba, pero, en el momento de la elección misma, la comunidad se siente estremecida por una inestimable sensación de identidad social.
El sueño de una pacífica supertribu universal está siendo frustrado una y otra vez.
Recientemente, se han producido numerosos debates en torno a la forma en que los modernos medios de comunicación de masas, tales como la televisión, están encogiendo la superficie social del Globo. Se ha sugerido que el rumbo emprendido ayudará al movimiento hacia una comunidad internacional. Por desgracia, esto es un mito, por la única razón de que la televisión, a diferencia de la comunicación social personal, es un sistema unilateral. Yo puedo escuchar y llegar a conocer a un locutor de televisión, pero él no puede escucharme ni llegarme a conocer.
Aun cuando en los próximos años se consiguieran nuevos y, por ahora, inimaginables progresos en las técnicas de comunicación de masas, continuarán viéndose dificultadas por las limitaciones bisociales de nuestra especie. No nos hallamos equipados, como las termitas, para convertirnos voluntariamente en miembros de una vasta comunidad. Somos, y, probablemente, continuaremos siendo, simples animales tribales.
Sin embargo, pese a esto, y pese a las espasmódicas fragmentaciones que constantemente se están produciendo en todo el Globo, debemos enfrentarnos al hecho de que la tendencia principal apunta a mantener los masivos niveles supertribales. Mientras en una parte del mundo se están produciendo escisiones, en otra se están desarrollando fusiones. Si la situación continúa hoy día siendo tan inestable como lo ha sido durante siglos, ¿por qué, entonces, persistir en ella? si es tan peligrosa, ¿por qué la mantenemos?
Se trata de algo más que un simple juego internacional de poder. Existe una intrínseca propiedad biológica del animal humano que consigue una profunda satisfacción en ser arrojado al caos urbano de una supertribu. Esta cualidad es la insaciable curiosidad del hombre, su inventiva, su atletismo intelectual. El torbellino urbano parece acentuar más intensamente esa cualidad. Así como las aves marinas son reproductivamente excitadas concentrándose masivamente en densas comunidades procreadoras, así también el animal humano es intelectualmente excitado concentrándose masivamente en densas comunidades urbanas. Son las colonias procreadoras de ideas humanas. Éste es el aspecto positivo del asunto. Pese a los muchos inconvenientes del sistema, mantiene éste en funcionamiento.
El huésped del zoo animal se encuentra en confinamiento solitario, o en un grupo social anormalmente distorsionado. Cerca de él, en otras jaulas, tal vez pueda ver u oír a otros animales, pero no establecer con ellos ningún contacto auténtico. Irónicamente, las condiciones supersociales de la vida urbana humana pueden actuar de forma muy semejante. Es bien conocida la soledad de la gran ciudad .Es fácil perderse en la gran multitud personal. Es fácil que las agrupaciones familiares naturales y las relaciones tribales personales se distorsionen, se quebranten o se fragmenten. En un pueblo, todos los vecinos son amigos personales o, en el peor de los casos, enemigos personales; nunca extraños. En la gran ciudad, muchas personas ni siquiera saben cómo se llaman sus vecinos.
Aparte del aislamiento personal, existe también la presión directa del apiñamiento físico. Cada clase de animal ha evolucionado para existir en una cierta dimensión de espacio vital. Tanto severamente restringido, y las consecuencias pueden ser graves. Consideramos la claustrofobia como una respuesta anormal. En su forma extrema lo es, pero en una forma más leve, menos claramente reconocida es una situación que padecen todos los habitantes de la ciudad. Se han hecho tímidos intentos para corregir esto. Se sitúan aparte secciones especiales de la ciudad como muestra de la voluntad de proveer espacios abiertos, pequeños trozos de medio ambiente natural, llamados parques.
En términos de dimensión de espacio, el parque ciudadano es ridículo. Tendría que abarcar miles de kilómetros cuadrados para proporcionar una extensión natural de espacio para la enorme población a que sirve. Lo mejor que puede decirse en su favor es que es mejor que nada.
Habiendo reconstruido ya el curso de los acontecimientos que nos han conducido a nuestra actual condición social, podemos ahora empezar a examinar con más detalle las diversas formas que en nuestras reglas de conducta han conseguido acomodarse a la vida en el zoo humano, o, en algunos casos, cómo han fracasado desastrosamente en el intento de lograrlo.